Mateo Pintado Golpe
Era diciembre del año 1914 cuando apenas acababa de estallar la Primera Guerra Mundial. La política expansionista alemana de la mano de su joven emperador Guillermo II, los conflictos coloniales por las tierras asiáticas y africanas, las disputas entre Francia y Alemania por las regiones de Alsacia y Lorena, y el asesinato al archiduque austriaco en Sarajevo, habían sido algunos de los detonantes del estallido de la que a aquellos pobres soldados se les vendió como la Gran Guerra, sin saber que años después vendría la Segunda.
Desde sus trincheras, en unas condiciones de vida espeluznantes, con cientos de piojos en sus ropas y observando como las miles de ratas de la zona utilizaban como alimento base los cadáveres de sus compañeros recién caídos en la batalla, miles de soldados de distintos bandos intercambiaban disparos con la tierra de nadie de por medio.
Formas de ataque como el empleo de gases tóxicos trataban de hacer a los enemigos trepar por las paredes de sus trincheras y avanzar desamparados por tierra de nadie corriendo por sus vidas. Mientras, sus contrincantes aprovechaban la ocasión para disponer de todos sus rivales a tiro.
Pronto llegó la navidad, concretamente el día de Nochebuena y, poco antes del amanecer, sin preaviso, varios combatientes británicos decidieron salir de sus trincheras, a tierra de nadie, sin armamento, y haciendo aspavientos con sus extremidades como gesto de invitación a los soldados enemigos, con el único fin de jugar un simple partido de fútbol.
El resto de los soldados extranjeros decidieron salir de sus trincheras, aceptando de esta manera la invitación británica. Todos los presentes comenzaron a caminar a su antojo por la tierra de nadie, y a ninguno se le pasó por la cabeza la opción de abrir fuego y acabar con miles de enemigos en aquel instante.
A pesar del gran día transcurrido, en el que muchos de esos soldados que habían pasado meses tratando de matarse entre sí, hicieron migas e intercambiaron bellos momentos, al acabar el día todos regresaron a sus trincheras y continuaron con la guerra, abriendo fuego y matándose unos a otros como si nada hubiese ocurrido.
Tras aquello, muchos soldados trataron de hacer de la tregua de Navidad una costumbre, pero los altos cargos, a quienes no les había hecho ni pizca de gracia lo ocurrido, denegaron rotundamente la propuesta, llegando a amenazar a los presentes con crueles represalias en caso de volver a realizarlo.
Se podría decir que ese partido de fútbol fue una coma, y no el punto y aparte que todos hubiésemos deseado, pero con esa pausa tan necesaria para respirar que nos aporta la coma. Me atrevería a dejar escrito en estas líneas que seguramente todos aquellos soldados hubiesen deseado que en vez de ser un punto y aparte, hubiese supuesto, el punto final.
Pero desgraciadamente, y como es habitual, los que decidían sobre aquellos pobres soldados que en el fondo tan solo deseaban acabar con la guerra para retornar a sus casas con vida y poder volver a abrazar a sus familias, eran los altos cargos, esos que nunca se manchan las manos de sangre, ni tienen que sufrir las devastadoras condiciones de las guerras.